Estados Unidos y sus Guerras
A veces, cuando observo la historia de Estados Unidos, siento que estoy contemplando una línea recta que nunca termina, una línea hecha de batallas, invasiones, resistencias, armas y decisiones que han marcado el destino de millones. Me doy cuenta de que, aunque solemos hablar del país como una tierra de oportunidades, de libertad y de democracia, hay una verdad silenciosa que se mantiene constante: Estados Unidos nació en guerra, creció en guerra y moldeó su identidad a través de guerras.
Cuando reviso su historia desde 1775 hasta hoy, encuentro conflictos constantes, casi como si la paz fuera solo una pausa breve entre capítulos bélicos. Y, al intentar comprender por qué, me enfrento siempre a las mismas preguntas: ¿qué intereses motivaron tantas guerras? ¿Qué fuerzas económicas, políticas e ideológicas estuvieron realmente detrás de cada decisión bélica? ¿Y qué nos dice eso sobre el país más poderoso del mundo?
En esta reflexión intento recorrer, con honestidad y sin adornos, ese largo mapa de conflictos. Lo hago en primera persona porque así puedo expresar lo que pienso y lo que siento mientras avanzo por siglos de decisiones militares que, en conjunto, han definido no solo a Estados Unidos, sino también al mundo moderno.
Todo comienza con la Guerra de Independencia. A veces la contamos como una lucha heroica por la libertad, pero cuando la analizo con más detalle veo otra capa: los colonos querían autonomía, sí, pero también querían controlar sus impuestos, su comercio y, sobre todo, sus tierras.
La expansión hacia el oeste ya era una obsesión incluso antes de que existiera un país formalmente. Las Trece Colonias tenían en su horizonte la tentación de territorios inmensos que los británicos limitaban con acuerdos y tratados.
Esa mezcla de idealismo y ambición se convertiría, con el tiempo, en una constante del carácter estadounidense. Veo en esa primera guerra la semilla de un impulso que se haría imparable: la necesidad de crecimiento territorial como base del crecimiento económico.
No habían pasado ni dos años desde que la nación se declaró independiente, y ya estaban en plena Guerra del Territorio del Noroeste. Allí, Estados Unidos luchó contra tribus nativas para tomar control de tierras que, en su visión, debían pasar a manos de colonos y agricultores blancos.
Lo que me llama la atención de esta etapa es lo temprano que aparece el patrón expansionista: cualquier territorio que no estuviera bajo control estadounidense era visto como un espacio a conquistar. Y detrás de esa conquista siempre había intereses económicos: tierras fértiles, madera, minerales, rutas fluviales. Las guerras indígenas no fueron simples choques culturales, fueron campañas de consolidación territorial con beneficios económicos concretos.
Me duele reconocer la sistematicidad con la que se utilizó la fuerza militar para despojar y aniquilar culturas enteras en nombre de un proyecto nacional que priorizaba el beneficio económico de una minoría.
La Cuasi-Guerra con Francia y las Guerras Berberiscas revelan un país que empieza a mirar más allá de su propio continente. Veo aquí el nacimiento de la idea estadounidense de que el comercio exterior debía ser defendido con armas si era necesario.
Me parece fascinante cómo un país tan joven, sin infraestructura naval significativa, decidió entrar al Mediterráneo para proteger sus embarcaciones de piratas y tributos injustos. Es en esos momentos cuando comienza a formarse la noción de que Estados Unidos debía “proteger sus intereses” incluso en lugares remotos. Ese concepto se convertiría, más tarde, en una de las justificaciones más repetidas para sus intervenciones alrededor del mundo.
Es el primer indicio de una vocación hegemónica que iba más allá de la mera defensa, era una proyección de poder para asegurar el flujo de mercancías y capitales.
La Guerra de 1812, por su parte, es una mezcla curiosa de orgullo nacional, defensa de la soberanía marítima y ambiciones territoriales. Intentaron invadir Canadá y fracasaron, pero el conflicto sirvió para fortalecer la idea de una nación que no toleraría humillaciones de potencias extranjeras. Después de esta guerra, la reputación estadounidense creció y su población comenzó a verse a sí misma como parte de una nación fuerte, capaz de enfrentar a grandes imperios. Este conflicto me parece crucial, pues catalizó un sentimiento de identidad nacional basado en la resistencia y la capacidad militar.
Pero si hay un periodo que marca profundamente la historia militar del país es el de las guerras indígenas y la expansión hacia el oeste. La idea del Destino Manifiesto —esa creencia de que Estados Unidos estaba destinado por Dios a ocupar todo el continente— justificó expulsiones, desplazamientos masivos, exterminios y campañas militares. Yo veo en el Destino Manifiesto la excusa ideológica perfecta para el apetito voraz de la élite de la época. No era un mandato divino, era una estrategia de geopolítica y acumulación de riqueza.
La Guerra México-Estados Unidos (1846–1848) es, para mí, una de las más claras demostraciones de cómo una nación puede usar la guerra para cumplir objetivos económicos y territoriales. El resultado fue enorme: más de la mitad del territorio mexicano pasó a manos estadounidenses. California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México y parte de Colorado y Wyoming formaron la base de un crecimiento económico gigantesco. Oro, puertos, rutas hacia Asia, tierras agrícolas, petróleo… todo eso se volvió parte de la nación gracias a esa guerra. Lo que me impacta no es solo el robo territorial, sino la completa desproporción de la anexión, la cual sentó las bases materiales del poder económico futuro de la nación.
Luego llega la Guerra Civil. Siempre que pienso en ella siento un peso distinto. No fue una guerra contra un enemigo externo, fue un conflicto interno que reveló las fracturas más profundas del país. La esclavitud fue la causa principal, sí, pero también estaba en juego el control económico del futuro: ¿sería Estados Unidos un país industrial o uno agrícola-esclavista? El norte buscaba un modelo basado en fábricas y salarios; el sur defendía un sistema esclavista que beneficiaba a plantaciones inmensas.
La guerra no solo decidió el fin de la esclavitud; definió el tipo de economía que dominaría el siglo XX. Y después de la victoria del norte, la nación emergió más centralizada, más conectada y con una visión más clara de su papel en el mundo. La Guerra Civil fue una guerra por la hegemonía económica interna, una violenta reestructuración del capital que cimentó el poder de la naciente industria pesada.
La conquista del oeste continuó hasta 1890 con las últimas guerras indígenas. Al analizarlas, me resulta inevitable verlas como el cierre de un ciclo: la consolidación del territorio continental, el dominio sobre recursos inmensos y la preparación para la siguiente etapa: convertirse en potencia global. La frontera, que había sido una excusa para la guerra constante, se cerraba, pero el apetito militar solo buscaba nuevos horizontes.
Y eso llegó con la Guerra Hispano-Estadounidense en 1898. Cada vez que reviso este conflicto, veo un punto de quiebre. Estados Unidos ya no se conformaba con conquistar su propio continente; ahora buscaba influencia en el Caribe y en Asia. Controlar Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas no solo servía para proyectar poder militar, sino también para asegurar rutas marítimas, nuevos mercados y acceso a regiones estratégicas.
Lo que más me impacta es lo que ocurrió después: la Guerra Filipino-Estadounidense, un conflicto brutal en el que Estados Unidos aplastó una insurgencia que buscaba independencia real. Aunque se hablaba de “civilizar” y “modernizar”, el fondo era claramente imperialista: mantener una base estratégica en Asia para controlar comercio, recursos y movimientos geopolíticos. Aquí, la justificación ideológica pasó del Destino Manifiesto a la "responsabilidad del hombre blanco", un paternalismo hipócrita que escondía intereses de mercado puros.
Las intervenciones en Nicaragua, Haití, República Dominicana y México entre 1900 y 1934 muestran un patrón aún más claro: proteger inversiones, plantaciones, bancos y recursos naturales. Estados Unidos actuaba como policía del hemisferio occidental bajo la excusa de la estabilidad, pero en realidad buscaba mantener su dominio económico y político.
Me parece impresionante cómo este comportamiento se normalizó tanto que, durante décadas, el país intervino una y otra vez sin enfrentar resistencia significativa de la comunidad internacional. Esta política del "Gran Garrote" (Big Stick) era, en esencia, la militarización de las inversiones de Wall Street en el exterior.
La Primera Guerra Mundial mostró que Estados Unidos ya no podía mantenerse aislado. Su economía estaba profundamente unida al comercio europeo, y defender sus barcos, créditos e inversiones se convirtió en una prioridad.
Después de la guerra, Estados Unidos emergió como una potencia financiera con enorme influencia global. El conflicto europeo fue una inyección de capital y poder industrial para EE. UU. que lo catapultó a la cima del sistema financiero internacional.
La Segunda Guerra Mundial consolidó ese rol. Aunque el ataque a Pearl Harbor fue el detonante, los intereses industriales, estratégicos y geopolíticos estaban presentes desde antes.
El país se convirtió en el mayor productor de guerra del mundo, impulsó la creación de bases militares en Europa, Asia y el Pacífico, y diseñó un orden internacional que favorecía su modelo económico. La victoria lo dejó en una posición inigualable: era la potencia más fuerte militarmente, la más industrializada y la única con armas nucleares en ese momento. Es en este momento donde el concepto de la "Pax Americana" se establece, un sistema global de comercio y seguridad sostenido, paradójicamente, por la fuerza militar estadounidense.
La Guerra Fría redefinió completamente la motivación militar. Ahora el enemigo era ideológico: el comunismo. Corea, Vietnam, Guatemala, Irán, Cuba, Chile, Angola, Afganistán… docenas de conflictos directos e indirectos se explicaron como parte de una lucha global por la supremacía. Pero detrás del discurso anticomunista había intereses estratégicos concretos: mantener aliados, asegurar recursos, impedir que otras potencias controlaran regiones clave y proteger la expansión del capitalismo.
Aquí es donde aparece la advertencia de Eisenhower, algo que me resuena con una fuerza brutal: el complejo militar-industrial. Es la fusión de intereses entre la cúpula militar y las grandes corporaciones de defensa que se benefician de la guerra continua. No creo que sean estas empresas las que inician cada conflicto, pero sí creo que sus intereses presionan para que la guerra sea la primera opción. La ideología del anticomunismo fue un velo perfecto que ocultó el constante y lucrativo negocio de la guerra. Cada tanque, cada avión, cada misil era un cheque de ganancia.
Vietnam es uno de los ejemplos más dolorosos. Una guerra de 20 años, millones de muertos, enormes costos económicos, heridas sociales profundas y un resultado final que contradijo todos los objetivos iniciales. Me impresiona cómo una mezcla de miedo ideológico, ambición geopolítica y presión política interna puede sostener una guerra tan prolongada. Vietnam me enseña que incluso con los más altos ideales o los mayores intereses, la guerra puede ser una máquina de autodestrucción social.
Después de la Guerra Fría, lejos de disminuir, los conflictos continuaron. La Guerra del Golfo reveló la importancia del petróleo y del control del Medio Oriente. Kuwait era un aliado clave, sí, pero la posibilidad de que Saddam Hussein controlara una parte sustancial de las reservas petroleras mundiales era una amenaza insostenable para la economía global y, sobre todo, para el estilo de vida estadounidense.
El petróleo no fue solo un recurso, fue una variable geopolítica que justificó la primera gran intervención de la era post-Guerra Fría.
Luego vinieron intervenciones rápidas como Kosovo, Somalia y Haití. Pero el punto que realmente transformó la política militar estadounidense fue el 11 de septiembre. Afganistán se convirtió en la guerra más larga de su historia, y luego Irak abrió una herida que aún no termina de cerrarse. Ambas guerras, aunque justificadas por seguridad, tuvieron componentes geopolíticos claros: influencia en Oriente Medio, petróleo, posicionamiento estratégico y control de zonas sensibles. La "Guerra contra el Terror" se convirtió en una justificación maleable para la intervención en casi cualquier parte del mundo donde existiera un interés estratégico.
El caso de Irak en 2003 es especialmente revelador para mí. La falta de evidencia de armas de destrucción masiva, la forma en que se diseñó la narrativa para el público y el costo humano y económico que siguió, subraya el peligro de mezclar ideología, información sesgada y ambición de poder. El derrocamiento de un régimen en el corazón de la región petrolera fue, más que nada, una demostración de poder unilateral y la búsqueda de un reordenamiento regional a favor de los intereses occidentales.
Desde entonces, Estados Unidos ha participado en Siria, Libia, Yemen, Pakistán y Somalia. Drones, operaciones especiales, alianzas temporales, enemigos cambiantes. La guerra se volvió difusa, continua y casi permanente. Esta nueva forma de guerra, distante y tecnológica, tiene un efecto corrosivo: despersonaliza el conflicto para el público occidental mientras mantiene la constante presión militar en el exterior.
Y al final, cuando retrocedo y observo el mapa completo, me doy cuenta de algo casi inquietante: Estados Unidos ha pasado solo unos pocos años en paz real. La guerra, en todas sus formas, no ha sido una anomalía en su historia; ha sido una constante. Y no puedo evitar pensar que esto dice más sobre su identidad que cualquier discurso fundacional.
Entiendo, después de este largo recorrido, que Estados Unidos no solo participó en guerras: se construyó a través de ellas. Su territorio, su economía, su influencia global, su cultura política, su poder militar, todo está profundamente ligado a decisiones tomadas en contextos de conflicto.
Cada guerra abrió una puerta, cerró otra, redefinió prioridades y dejó consecuencias que aún persisten hoy.
Cuando analizo el interés detrás de cada conflicto, encuentro patrones recurrentes:
Interés Territorial y de Recursos: Dominante en la fase de expansión continental (Guerras Indígenas, Guerra contra México).
Interés Comercial y de Mercado: Central en la proyección marítima y en el inicio del imperialismo (Guerras Berberiscas, Guerra Hispano-Estadounidense, Intervenciones en Centroamérica).
Interés Industrial y Geoeconómico: Crucial para la consolidación interna y el ascenso global (Guerra Civil, Primera y Segunda Guerra Mundial).
Interés Ideológico y Geoestratégico: La justificación primordial para la lucha por la hegemonía global (Guerra Fría, Guerra contra el Terror).
El factor constante es la necesidad de asegurar las condiciones para el crecimiento del capital y el mantenimiento de la hegemonía. Ya sea tierra para cultivar algodón, rutas para comerciar tabaco, petróleo para mover la industria o aliados para contener un enemigo ideológico, la fuerza militar ha sido el instrumento principal para lograr estos fines.
Y aunque esta observación no pretende condenar ni justificar, sí busca reconocer una verdad: el mundo moderno, en buena parte, ha sido moldeado por las guerras de Estados Unidos y por los intereses que guiaron cada una de ellas. Me pregunto constantemente qué significa para una democracia construir su grandeza sobre un cimiento tan inestable y violento.
Comprender esta historia no solo ayuda a entender al país, sino también a entender el mundo en el que vivimos, un mundo que sigue lidiando con las consecuencias de un país que, a pesar de sus nobles ideales fundacionales, encontró en la guerra su principal motor de identidad y desarrollo.■
La Fragata.
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La Fragata: Espero que hayan disfrutado de la lectura